ENTONCES me vi
surfeando una ola gigante sin más compañía que la tabla en la que iba subido,
los músculos tensos e intentando mantener el equilibrio. Conectando con mi
centro, la boca entreabierta y saboreando el sabor salado de las gotas de agua
de mar. De vez en cuando un castañeo de dientes provocado mitad por el frio y
mitad por el miedo a caerme. La ola avanzaba y yo con ella y las comisuras de
mis labios dibujaban una sonrisa. La ola era mi amiga y mi enemiga. No estaba
siendo fácil, era un pulso entre los dos, requería todo mi esfuerzo y toda mi atención. Sin embargo sabía que al llegar a la orilla, aquel trozo de tierra que
ora divisaba a lo lejos, la sensación iba a ser jodidamente buena. Una vez pusiera los pies sobre la arena los
gritos de júbilo y placer iban a inundar aquella playa solitaria. Aquella ola
era la última y por eso era la única. Así decidí quedarme en New York y así decidí vivir mi
vida, surfeando la cresta de la ola a pesar del miedo, de la incertidumbre, del
frio, del cansancio y del esfuerzo. Porque aquella era mi ola y porque esta es
mi vida, la única y la última porque ya no hay otra. Y, sobre todo, porque
cuando llegue a la orilla quiero gritar: ¡¡Joder
menuda ola!!
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