miércoles, 10 de febrero de 2016

ENTONCES  me vi surfeando una ola gigante sin más compañía que la tabla en la que iba subido, los músculos tensos e intentando mantener el equilibrio. Conectando con mi centro, la boca entreabierta y saboreando el sabor salado de las gotas de agua de mar. De vez en cuando un castañeo de dientes provocado mitad por el frio y mitad por el miedo a caerme. La ola avanzaba y yo con ella y las comisuras de mis labios dibujaban una sonrisa. La ola era mi amiga y mi enemiga. No estaba siendo fácil, era un pulso entre los dos, requería todo mi esfuerzo y toda mi atención. Sin embargo sabía que al llegar a la orilla, aquel trozo de tierra que ora divisaba a lo lejos, la sensación iba a ser jodidamente buena. Una vez pusiera los pies sobre la arena los gritos de júbilo y placer iban a inundar aquella playa solitaria. Aquella ola era la última y por eso era la única. Así decidí quedarme en New York y así decidí vivir mi vida, surfeando la cresta de la ola a pesar del miedo, de la incertidumbre, del frio, del cansancio y del esfuerzo. Porque aquella era mi ola y porque esta es mi vida, la única y la última porque ya no hay otra. Y, sobre todo, porque cuando llegue a la orilla quiero gritar: ¡¡Joder menuda ola!! 
                                            
January 2016  Brooklyn, New York                                               

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